La guerra ¿Nunca cambia?

La guerra ¿Nunca cambia?

Nintendo Enterteniment System
Las imágenes están generadas con IA por si no os habíais dado cuenta. Es lo que hay, porque no me vais a mandar vosotros los diseños, ¿no? Pos eha…

Recuerdo la primera vez que jugué a un videojuego. Las Tortugas Ninja, en casa de mi primo —sí, el de este mismo blog—. No recuerdo el cartucho, ni el sistema, ni si aquello era un Amstrad, un Spectrum o una tostadora con teclas. Pero sí recuerdo esa pantalla de carga que se iba pintando como si un gremlin estuviera coloreando píxel a píxel. Sin saberlo, acababa de alistarme en una guerra que llevaba años librándose en los cuartos de estar del mundo entero. Yo solo era un niño. Un niño sin ideología ni lealtades. Me podía cambiar de bando más fácil que un político en campaña.

Y me cambié. Muchas veces.

La infancia pixelada: mis primeras consolas

La primera vez que tuve algo serio fue gracias a ese mismo primo, que tenía una NES pirata con cien juegos (o cinco repetidos veinte veces). Ahí descubrí Super Mario Bros, y a Luigi, al que llamábamos «Mario Blanco», como si fuera una variante shiny de Pokémon. Jugué a Tom y Jerry, y otros tantos que ahora solo recuerdo como flashes de felicidad pixelada.

Super Nintendo y Mega Drive

Pero la verdadera chispa, el Big Bang de mi fiebre por los videojuegos, llegó con mi Master System II. La barata. Porque la Mega Drive era de ricos o de hijos únicos. Pero no me quejaba. Venía con Alex Kidd integrado y Sonic the Hedgehog. Yo no sabía quién era ese erizo azul con zapatillas, pero me pareció lo más guapo que había visto nunca. Mi padre, que se ve que había leído algo, me lo presentó como el Barça de los videojuegos y decía que Mario era el Madrid. Así que sí, mi infancia fue una mezcla de Sonic, Cola-Cao y rivalidades futboleras. Me faltaba el puro y el Marca. A partir de ese momento, me convertí en segero por convicción, y eso era como tener Messi en casa.

Ahí fue cuando me convertí en un «segero de sangre azul«, con la camiseta de Sonic tatuada en el alma. Mi padre celebraba cada nuevo juego de Sonic como si hubiéramos ganado una Champions. Y en el colegio, los piques eran reales: “Sonic corre más”, “Sonic se transforma en Super Guerrero” (porque sí, habíamos visto una imagen pixelada en Hobby Consolas y ya nos habíamos montado nuestra película Dragon Ballera)… la guerra estaba en su apogeo.

De segero convencido a traidor nintendero

Y claro, luego llegó Super Nintendo. Esa sí que fue una traición en toda regla. Me cambié de camiseta más rápido que Snake en una caja de cartón con ventilación. El cerebro de la bestia, le decían. Yo tenía el VHS de Hobby Consolas más gastado que la copia pirata del ISS Deluxe que rulábamos entre colegas. Super Mario World, Street Fighter II, Castlevania IV, R-Type, Zelda. Nintendo no jugaba, arrasaba.

Ah, y no me olvido del Pokémon Rojo, claro. Ese cartucho me hizo sentir que podía capturar el mundo entero y encerrar a criaturas mágicas en un bolsillo. Fue magia pura. La Game Boy era la consola de la infancia portátil. Nadie necesitaba gráficos, solo pilas y luz suficiente. Y si no tenías pilas, te tocaba negociar con tus padres como si fuesen traficantes de litio.

Sega se quedaba atrás como ese colega que llega a la fiesta con la música del coche a todo volumen… pero sin invitación.

La revolución de los discos: PlayStation y el inicio del 3D serio

Y mientras tanto, los Sonyers empezaban a florecer como gremlins con agua. PlayStation apareció como el nuevo chico guapo del barrio: Final Fantasy VII, Metal Gear Solid, Resident Evil, ISS Pro. Todos juegos con peso, historia, y cinemáticas que te dejaban con la boca abierta. ¡Cinemáticas! ¡Como ver una peli! ¿Te acuerdas del momento del tren en Final Fantasy VIII? No teníamos idea de qué estaba pasando pero sabíamos que era épico.

Aun así, la Dreamcast llegó como un puñetazo en la mesa: Power Stone, Sonic Adventure, Marvel vs Capcom 2…

PC: Del eMule al vicio nocturno en Azeroth

Entonces entró en mi vida el PC, no tanto para jugar como un gamer pro, sino como mi máquina de batallas: Warcraft III, mods locos, mapas de defensa imposibles y, por supuesto, mi entrada al vicio más duro: World of Warcraft. Las noches sin dormir y las horas perdidas en Azeroth no se cuentan… se sienten. Aquí fue cuando me hice pecero y descubrí que había otra guerra ocurriendo en paralelo: Warcraft III y su Defence of the Ancients, las LAN party’s donde rulaban los juegos y las partidas hasta las 5 de la mañana, los ratones convertidos en armas y las conexiones LAN en campos de batalla. Aún recuerdo el primer día que se despertó mi madre y yo aún no me había acostado…

Consolas modernas y multijugador a saco

Y cuando parecía que ya lo había vivido todo, llegaron la PlayStation 3 y luego la PlayStation 4, donde viví mis años más intensos con Call of Duty, Battlefield 3, y Fallout 3, New Vegas y Destiny (La de noches que le dimos, con amigos es un gran juego, si señor). Y sí, todo esto en consola. Porque en esa etapa, el PC ya lo tenía para otras cosas más de adulto… como buscar trabajo o instalar Linux para sentirte hacker cinco minutos antes de volver corriendo a Windows como quien vuelve con su ex.

¿Y ahora qué? El fin de la guerra

Ahora, en 2025, con casi 40 tacos y más consolas en mis recuerdos que novias en mis contactos, pasa algo que no vi venir: La guerra ha terminado

Xbox sacando exclusivos en PlayStation y Nintendo, Sony lanzando en PC, Nintendo en su torre de marfil mirando desde arriba como la abuela del pueblo que nunca se fue de su casa y aún así todos van a verla en Navidad.

Antes había piques, identidad, orgullo de consola. Hoy todo se mezcla: crossplay, multiplataformas, Game Pass, ports y más ports. Lo que antes eran trincheras, hoy son servicios de suscripción y catálogos compartidos. La guerra ya no se juega, se negocia.

¿Dónde quedó ese pique sano entre colegas? Ese «Sonic es mejor que Mario», ese «en mi consola se ve mejor». La industria ha cambiado. Se ha hecho mayor. Y nosotros también. Lo que antes eran trincheras ahora son puentes. Lo que antes era una lucha por tu plataforma favorita, ahora es un catálogo compartido, un multiverso de posibilidades.

Al final, la guerra… ¿nunca cambia? Y puede que eso esté bien.

Sí cambia. Lo ha hecho. Y no solo la guerra, sino nuestra forma de vivirla. Ya no se trata de elegir un bando. Se trata de disfrutar del juego, venga de donde venga. Porque en el fondo, lo único que no cambia es esto: seguimos jugando.

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